jueves, 7 de julio de 2011

La crítica como resistencia

Cuanto más nos adentramos en el siglo XXI, más claramente se evidencia la preponderancia de la imagen audiovisual en la sociedad. Vivimos en un mundo de pantallas. Las hay de todas las formas y tamaños imaginables: desde la enorme pantalla panorámica del Imax hasta la pequeña pantalla personal de un Blackberry o de un iPhone; pasando por las de los televisores y computadores que acompañan cotidianamente el desarrollo de nuestras vidas. Últimamente, las pantallas han llegado incluso a invadir espacios tan íntimos como los baños de los bares y restaurantes, la parte trasera de los taxis y las góndolas donde se exhiben los productos en los supermercados. Es allí, en esa variada colección de ventanas al mundo, donde las imágenes audiovisuales en movimiento se están convirtiendo en uno de los puntos de referencia principales para la construcción de sentido en el mundo contemporáneo. El ciudadano actual puede ser muchas cosas, pero es ante todo un espectador.


En este contexto particular, la labor del crítico cinematográfico (o mejor, del crítico audiovisual) adquiere renovada importancia. Sin embargo, hay que definir lo que se entiende por “crítico”, así como las especificidades del ejercicio de la crítica audiovisual, pues existen a este respecto bastantes confusiones. Cuando hablo de crítica, lo hago siempre en un sentido amplio. No me refiero únicamente a lo que hacen los comentaristas de periódico o de revista, los periodistas culturales o aquellos cuyo trabajo consiste en reseñar, comentar y “criticar” obras audiovisuales. Hablo más bien de la necesidad que tiene todo espectador de reaccionar ante un texto audiovisual, de comentarlo, de compararlo con otros textos así como con las experiencias vitales propias. Hablo de la urgencia que tenemos todos de interpretar lo que vemos en una película y de darle un sentido no sólo dentro de los límites textuales de la película misma, sino también con respecto al contexto general del cine y del “mundo real”.

Por eso, tenemos que deshacernos de la definición simplista y trillada de “crítico” que esgrimen muchos para desacreditar este oficio: “aquel individuo frustrado que se dedica a hablar mal de obras que él mismo no es capaz de realizar”. La función de un crítico no es hablar mal de una obra, sino más bien examinarla minuciosamente para emitir un juicio serio y sustentado sobre la manera en que se interrelacionan la forma y los diversos niveles de significado presentes en ella. Si hay una diferencia entre el ejercicio informal de la crítica y el quehacer de un crítico “profesional” —además de la utilización sistemática que hace este último de un repertorio importante de herramientas de análisis fílmico — ésta radica en la utilización de la palabra escrita. “Cuando digo crítica,” escribe T.S. Elliot en La función de la crítica (1923), “me refiero naturalmente en este lugar al comentario y exposición de obras de arte por medio de la palabra escrita”. El buen crítico es aquél capaz de crear un texto nuevo, sugerente y esclarecedor, a partir de una obra ya existente. Por eso, no resulta exagerado afirmar que todo buen crítico es un creador, así como todo buen artista debe ser ante todo un buen crítico.

Sin embargo, pese a la importancia de los críticos, es necesario desmitificar su labor. En el mundo actual, esta profesión no puede seguir siendo el privilegio de una casta de conocedores cuyo trabajo consiste en hacer que sus películas y directores favoritos se conviertan en fetiches. Más bien, deben procurar que el público aprenda a ver y a escuchar mejor, para lograr que los espectadores comunes se vuelvan más activos y sofisticados. Todo espectador es un crítico potencial. François Truffaut, en su artículo “¿Con qué sueñan los críticos?” (1975), nos recuerda que en Hollywood se solía decir que, “toda persona tiene dos oficios: el suyo propio y comentar películas”. El oficio de comentarista de películas, que ejercemos todos, es hoy más relevante que nunca. Por eso, es responsabilidad del crítico profesional contribuir para que el espectador común refine sus ojos, sus oídos y las herramientas con que cuenta para interpretar las películas que consume.

En su artículo “Especificidad del cine” (1973), Andrés Caicedo presenta el sugestivo concepto de “espectador-cineasta”. Se trata de un espectador “interesado en el cine en cuanto a estructura”, que “aprende a mirar no solamente el objeto filmado sino lo invisible: la cámara”. Además, el espectador-cineasta “intenta atrapar, en esa forma definitiva y autónoma que es el filme durante la proyección, el momento de puesta en escena, que es también concepto, y el definitivo para el acercamiento crítico a cualquier filme”. Creo que la labor de todo crítico profesional contemporáneo debe tener como horizonte —por utópico que suene— la formación de una generación de verdaderos espectadores-cineastas.

Algunos alumnos me preguntan ansiosos, al comienzo de mis cursos de apreciación cinematográfica, si la adquisición de herramientas de análisis fílmico no va necesariamente en detrimento del goce “inocente” de las películas que ellos suelen ver. También les preocupa que su transformación en espectadores-cineastas acarree una “contaminación irreversible” de su gusto cinematográfico. Estos temores son infundados. El conocimiento de la forma cinematográfica no arruina el goce estético sino que, por el contrario, lo amplifica, pues permite adentrarse en los diversos niveles de significado que dan riqueza, profundidad y relevancia a las películas. La “contaminación irreversible” del gusto sí ocurre, y es fundamental que ocurra. En esa “contaminación” reside una de las labores fundamentales de la crítica: la formación del gusto. Cuanto mejor conoce el espectador una forma artística como el cine, más exigente y refinado se vuelve. Esto redunda en un mejoramiento de las obras, pues todo cineasta es, primero y ante todo, un buen espectador de cine.

Con la práctica sistemática de la crítica, el espectador-cineasta no tarda en descubrir que no existen “películas inocentes”. Todo filme es un artefacto: es concebido, financiado, realizado y distribuido por gente que tiene intereses económicos e ideológicos. A causa de la fuerte impresión de realidad que produce, el audiovisual suele imponerse a las facultades perceptivas y cognitivas del observador de manera contundente. “El cine, de todas las artes, es la que más dificultades pone para adoptar ante ella un mecanismo de distanciamiento”, escribe Andrés Caicedo. Las películas nos atrapan sin dificultad, como los sueños, y gracias a la suspensión de la incredulidad que generan en nosotros, nos hacen viajar muy lejos. En ese proceso, los textos audiovisuales nos imponen, subrepticiamente, valores, sistemas morales y visiones de mundo. Si bien el espectador desinformado y cándido no es tan pasivo como se pensó en alguna época, tampoco tiene herramientas útiles para preguntarse desde dónde hablan y para quién trabajan los que hacen las películas y los programas de televisión que él consume. Sólo un espectador-cineasta posee estrategias de lectura que le permiten no sólo gozar plenamente de los textos audiovisuales desde un punto de vista estético y narrativo, sino también deconstruirlos y comprenderlos como estructuras conceptuales y descubrir las imposturas que muchos de ellos vehiculan. Hoy en día, el crítico tiene el delicado trabajo de promover esta transformación de los ciudadanos comunes y corrientes en espectadores-cineastas.

No podemos seguir permitiendo que los grandes monopolios de las telecomunicaciones, basados solamente en las fluctuaciones del mercado, sigan siendo los únicos autorizados para formar el gusto de los espectadores. Afortunadamente, los nuevos medios, la revolución digital y el internet, han abierto puertas para que los realizadores, los críticos y los espectadores comiencen a dialogar y se transformen mutuamente. Gracias a las nuevas redes de información y a los diálogos que éstas permiten, los ciudadanos pueden ahora formarse un criterio sólido para el consumo serio y responsable de productos audiovisuales. Esta es, quizás, la única manera de resistir al bombardeo constante de mensajes audiovisuales al que nos someten los medios contemporáneos. En un mundo saturado de imágenes en movimiento, la crítica está llamada a convertirse en el principal espacio de resistencia.

Jaime Correa

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